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Legalidad, legitimidad y autoridad en tiempos de pandemia

Tras la rápida y preocupante suba de casos de infectados por el COVID-19, el 8 de abril último, el Presidente Alberto Fernández firmó un nuevo decreto de necesidad y urgencia (DNU 235/21) que establece restricciones para contener la segunda ola de contagios. Merece nuestra atención preguntarnos acerca del sustento constitucional de dicho decreto, el cual es, al menos, discutible. Repasemos, entonces, el recorrido de la declaración de emergencia sanitaria desde el inicio de la pandemia para responder este interrogante.

 

El 23 de diciembre de 2019, a poco tiempo de asumido el nuevo Gobierno, el Congreso de la Nación declaró la emergencia pública y delegó facultades al Poder Ejecutivo (Ley 27.541), tal como lo habilita el artículo 76 de la Constitución Nacional. Tres meses después, en marzo de 2020, con los primeros casos positivos en el país, y una vez que la Organización Mundial de la Salud (OMS) reconoció el brote epidémico como una pandemia, el DNU 260/20 prorrogó por un año la emergencia sanitaria y estableció medidas de contención, ampliadas luego con el Aislamiento Social, Preventivo y Obligatorio (ASPO) en el DNU 297/20. Finalmente, un nuevo decreto, el 167/21 —aún vigente— extendió la emergencia, dado el agravamiento de la situación epidemiológica.

 

En resumidas cuentas, utilizando el decreto como instrumento, el Poder Ejecutivo extendió en dos oportunidades una facultad que otro poder —el Legislativo— le había otorgado, cuando, en realidad, está eludiendo al Congreso. Así las cosas, pareciera hoy que el Poder Ejecutivo tiene la atribución de determinar no sólo cuál es el alcance preciso de la delegación legislativa, sino que también puede corregirla según su propio criterio, más allá de lo efectuado por el Congreso. 

 

Analicemos la situación descripta también en el marco constitucional. El derecho de la emergencia nace dentro de la Constitución, y no fuera de ella, como bien argumentó su voto Carlos Fayt en el “caso Provincia de San Luis”. Pero ¿qué sucede cuando la emergencia  abandona el carácter de excepcional y se vuelve la regla para el ejercicio del poder? De esto ya nos advertía en forma premonitoria, en su dictamen en el “caso Cine Callao” el Procurador General: “Cuando un determinado poder, con el pretexto de encontrar paliativos fáciles para un mal ocasional, recurre a facultades de que no está investido, crea... un peligro que entraña mayor gravedad: el de identificar atribuciones legítimas en orden a lo reglado con excesos de poder”.

 

Asimismo, existe una constante para toda restricción de libertades: la búsqueda de fundamentos y justificación en los instrumentos internacionales de derechos humanos. Si tomamos el inciso 3 del artículo 22 de la Convención Americana de Derechos Humanos (CADH), citado en el DNU 297/20, advertimos que solo una Ley puede restringir el ejercicio de derechos. Asimismo, el artículo 30 enfatiza esta cuestión al observar que las restricciones permitidas al goce y ejercicio de los derechos y libertades englobados en la Convención deben aplicarse conforme a las leyes que se dicten.

 

Ahora bien, delimitado a la Ley el instrumento a través del cual pueden restringirse estos derechos, resta definir qué entiende la Convención Americana por este concepto. En la Opinión Consultiva 06/86, la Corte Interamericana nos arroja luz al respecto: una Ley es todo acto normativo que tiende al bien común, emana del Poder Legislativo —el cual es elegido democráticamente— y es promulgado por el Ejecutivo. En cuanto a la delegación legislativa, aclara que debe estar autorizada por la propia Constitución, ejercerse dentro de los límites impuestos por ella y por la ley delegante, y que el ejercicio de la potestad delegada debe encontrarse sujeto a controles eficaces para evitar que se desvirtúe o se utilice para desvirtuar el carácter fundamental de los derechos y libertades que la Convención protege. ¿Estamos frente a este caso? No; por lo tanto, el decreto adolece de sustento constitucional.

 

En una nota reciente sobre el decreto en cuestión, Diego Cabot concluía que “el vicio en el emisor impacta directamente en la efectividad y en el resultado que se busca”. Es en esta misma línea que sostengo que, a la hora de adoptar medidas excepcionales para mitigar la propagación del virus y el impacto en el sistema sanitario, es fundamental contar con un marco de legalidad y legitimidad, en cual cada uno de los poderes pueda ejercer sus facultades constitucionales. No caben dudas de que una Ley sancionada por el Poder Legislativo y acorde con los parámetros establecidos en los instrumentos de los derechos humanos tendrá un mayor impacto y resultará más efectiva que un DNU, dado que la activa participación del Congreso relegitima y fortalece la autoridad del presidente, a la par que revaloriza el sistema institucional.

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